Tiraba los dados y avanzaba los casilleros "saltando" de uno en uno hasta aterrizar en el que me tocaba, me inclinaba para leerlo y decía en voz alta: "Retrocede hasta la salida". En esa época de mi vida conocía la frustración por primera vez, en su versión "para niños" y "apta para todo público". Porque para un nene de 5 años eso era la frustración, todavía no existían las entrevistas laborales fallidas, no conocía el significado de la palabra "recursar" y tampoco sabía que el amor, a veces, no funciona como en las películas.
A regañadientes agarraba mi oca y volvía a la primera casilla mirando todo el camino recorrido en vano y pensando en todos los turnos que iba a tener que esperar para volver a posicionarme ahí. Esa hazaña podía costarme como mucho 10 turnos, alguna discusión con mis amigos y hasta una trampita inocente para ganar. Hoy los turnos se estiraron a meses o años, las ocas se convirtieron en personas que vienen y se van, y los casilleros se desdibujaron tanto que es imposible entender dónde estamos parados.
Ayer el objetivo era ser el primero en alcanzar la "llegada", hoy es recuperar lo que en algún momento fuimos. Mi oca ya no tiene la mirada fija en la llegada, sino que te mira a vos y te sigue por todo el tablero. Tiro los dados todos los días y me entrego por completo a la suerte, aparentemente eso no cambió. Por lo general avanzo lo mismo que retrocedo, cada tanto recibo un mensaje tuyo que se siente como un doble 6, mientras que tus silencios me hacen perder un turno. Por momentos me seduce la idea de dejar de jugar, disfrutar el camino recorrido y cerrar el tablero, pero la necesidad de terminarlo es más fuerte que yo. Para bien o para mal. Para perder o para ganar. Y soy consciente de que en cada turno me juego el pasado, en cada tiro puedo llegar al final o puedo volver a la salida. No es la primera vez que juego, no sería la primera vez que pierdo. Sería la primera vez que gano.
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